repentina renuncia del comisario Rafael Guillén Méndez, quien se desempeñaba como director dela Policía Estatal Preventiva, no fue un hecho menor ni una decisión técnica aislada. Se trata de un movimiento que ha sacudido los cimientos del aparato de seguridad estatal y que deja al descubierto las tensiones internas, los intereses cruzados y los reacomodos políticos que hoy marcan el rumbo del gobierno de Eduardo Ramírez Aguilar.
A poco más de tres meses de haber asumido el cargo, la salida de Guillén Méndez representa la primera gran crisis institucional de una administración que prometió devolverle a Chiapas la paz y la seguridad. Lo que se anunciaba como una nueva etapa en el combate a la inseguridad, con unidades como los “Pakales” y operativos focalizados, ha resultado insuficiente frente al crecimiento de la violencia, la desconfianza ciudadana y el desgaste interno.
La renuncia de Guillén Méndez es, sobre todo, una muestra de los profundos desacuerdos al interior del gabinete de seguridad, así como de la pérdida de cohesión en una de las áreas prioritarias del gobierno estatal. La creación de cuerpos especiales y el despliegue de nuevas unidades operativas no han logrado contener la violencia ni ofrecer resultados contundentes. Mientras tanto, la percepción pública refleja una creciente decepción y desconfianza. Las calles siguen siendo inseguras, los delitos aumentan, y la credibilidad del gobierno se erosiona en uno de los temas más sensibles para la población. Pero esta crisis va más allá de lo operativo: toca las fibras del poder político que sostiene al actual gobierno.
El trasfondo de esta renuncia también debe leerse en clave política nacional. El senador Ricardo Monreal Ávila, operador político veterano dentro de Morena, ha sido el principal impulsor y padrino de Eduardo Ramírez Aguilar. Desde el Senado, Monreal acompañó y respaldó su trayectoria, especialmente durante su paso por la Mesa Directiva y su posicionamiento como precandidato a la gubernatura. Su hermano, David Monreal, actual gobernador de Zacatecas, también ha mostrado un respaldo evidente hacia Ramírez, consolidando una red de aliados que trasciende lo estatal. Chiapas es, hoy por hoy, una de las redes regionales más importantes que Ricardo Monreal busca conservar y fortalecer.
¿La razón? La tensión con la presidenta Claudia Sheinbaum, quien, desde su nombramiento como jefa de Gobierno de la CDMX y hasta su actual cargo como presidenta de México, ha mantenido una relación distante y llena de roces con el senador. La exclusión de Monreal de decisiones clave, su falta de acceso al círculo cercano de Sheinbaum y los desaires públicos que ha recibido en actos oficiales, han llevado al zacatecano a reforzar sus bases en el terreno. Es en este contexto que Chiapas se vuelve estratégico: representa poder territorial, estructura política, y acceso a recursos. Ricardo Monreal repliega fuerzas hacia las regiones donde aún tiene control y alianzas firmes, y Chiapas es una de ellas. Pero este reacomodo no llega sin costo: los conflictos internos aumentan cuando los recursos no se distribuyen como se prometió, cuando los cargos no se entregan según los pactos, o cuando el control operativo –como el que representaba Guillén Méndez– no se alinea con los intereses de los grupos dominantes.
Paralelamente, la figura del secretario de Seguridad Pública del estado, Óscar Alberto Aparicio Avendaño, ha estado rodeada de señalamientos que agravan aún más el panorama. Se le vincula con negocios millonarios en la adquisición de uniformes, equipamiento táctico y servicios de outsourcing, mediante empresas allegadas que han sido beneficiadas sin procesos de licitación transparentes. Estas prácticas, lejos de fortalecer el sistema de seguridad, lo han convertido en una maquinaria privada de acumulación de recursos, donde el interés público queda relegado. La seguridad, en vez de blindar a la población, se convierte en una plataforma de enriquecimiento para unos cuantos.
Mientras la ciudadanía exige presencia policial efectiva, justicia y paz, los recursos destinados a esas tareas se desvían hacia intereses personales. Y la renuncia de Guillén Méndez, según fuentes cercanas, no es ajena a estos conflictos, ya que representa también la ruptura entre lo operativo y lo político-negocial.
La salida de Guillén Méndez es, finalmente, una señal de que su permanencia ya no era funcional para quienes hoy operan las decisiones desde las cúpulas de poder. El cambio no respondió a indicadores de desempeño ni a objetivos cumplidos o fallidos. Fue un reacomodo. Un ajuste en la estructura para alinear intereses y mantener control, aunque eso implique sacrificar figuras clave o desestabilizar el sistema desde adentro. Cuando los grupos de poder pactan, esperan cargos, recursos y cuotas. Y cuando eso no se cumple, los movimientos se imponen sin titubeo, sin mirar las consecuencias para la ciudadanía. Porque, en el fondo, lo que menos pesa es el bienestar colectivo: lo que importa es conservar el control del territorio, los presupuestos y las decisiones.
Chiapas se está reconfigurando en silencio. No por una estrategia clara de desarrollo o seguridad, sino por la lógica de supervivencia y expansión de redes de poder como la de Monreal, que busca espacios donde aún puede operar sin la mirada directa de la presidencia. Eduardo Ramírez enfrenta ahora una prueba ineludible: decidir si se mantendrá como una figura autónoma y comprometida con la ciudadanía o si terminará siendo una ficha más en el tablero de los acuerdos rotos y las ambiciones compartidas.
La renuncia de Rafael Guillén Méndez no fue solo un cambio de mando, fue un mensaje: la seguridad en Chiapas está atrapada entre intereses que nada tienen que ver con el bien común.
La ciudadanía lo sabe. Y exige, más que nunca, resultados, transparencia y voluntad política real.
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